sábado, mayo 28, 2005

Testimonio de un Soldado

El Mercurio
Revista El Sabado


Un sol resplandeciente los recibió. Una tormenta de nieve los despidió. A muchos para siempre. El relato del conscripto Paulo Urrea, quien cargó su pesada mochila hasta el final, da cuenta del sinsentido de las órdenes que recibió cuando la vida estaba en juego. Por Ximena Pérez Villamil, desde Los ÁngelesFotos: José AlvújarAntes de salir del refugio les dijeron que se sacaran el suéter, porque con la caminata les iba a dar calor. A pesar de que afuera nevaba, algunos conscriptos de la compañía andina obedecieron. Paulo Urrea Rojas optó por una solución intermedia: "Yo me saqué el protector de algodón que va debajo de la casaca, y que otorga más calor, y me puse el pantalón del buzo debajo de la tenida de combate".Cargando la mochila y con el fusil cruzado al cuerpo, a las nueve de la mañana del miércoles 18 de mayo, los andinos salieron del refugio Los Barros gritando ceachei, chi, ele-e, le, chi-chi-chi, le-le-le, com-pa-ñía an-di-na de Chi-le. En fila doble o marcha de camino, como le llaman a formar de dos en dos, emprendieron el fatídico camino de regreso. Paulo recuerda el comentario en voz baja de sus compañeros: "Se veía el viento muy fuerte y nosotros dijimos uf, cacha cómo está nevando". Él sintió miedo porque era una experiencia nueva la de marchar con tanto peso en el cuerpo (la mochila pesaba unos 45 kilos) y porque eran 23 kilómetros de caminata.Estaban somnolientos, se habían acostado a las 10 de la noche y a las tres y media de la madrugada despertaron con el ruido de los morteros ­la compañía que sufrió el mayor número de bajas­ que se alistaban para salir. Según él, no escuchó a nadie reclamar por las condiciones del tiempo. "La orden estaba dada y la voz del soldado (se refiere al conscripto) no vale".Era la segunda vez en los 12 días que duró la instrucción que los andinos dormían dentro del refugio. Siempre lo hicieron en carpas individuales, a la intemperie, algunas noches bajo lluvia porque, como su nombre lo indica, son una unidad de montaña. La que debe vigilar las cumbres en caso de guerra. Cuenta que durante la campaña no hubo mayor preparación física, ni excursiones prolongadas. Se les enseñaba a disparar el fusil en el polígono de tiro y técnicas de orientación en la montaña.Paulo y sus 72 compañeros ­calcula, porque eran 81 en total, pero algunos que estaban enfermos se quedaron en el refugio Los Barros­ sufrieron el primer traspiés cuando apenas llevaban un kilómetro y medio de marcha. "Había un canal y me caí al agua, me sacó mi cabo Cerda, me tiró y seguimos avanzando. Yo me mojé hasta la mitad y se me llenó el cubrebotas de agua. Como teníamos que seguir avanzando no tuve tiempo para sacarme el agua". Con las horas el agua del cubrebotas ­una suerte de plástico delgado que cubría la bota negra de combate­ se convertiría en nieve, lo que le provocaría principio de congelamiento en el pie izquierdo y gran dificultad para caminar.Tomaron el primer descanso de tres minutos a las cuatro horas de marcha. Casi una hora y media más tarde se detuvieron por otros tres minutos. El cálculo es aproximado, porque no podían llevar reloj. "Se paraba el primer hombre de la cordada, aunque no íbamos amarrados, y empezaba a parar el resto. Ibamos a un paso de distancia". En esa hilera de hombres entumidos no faltaba nadie.El viento blanco que clavaba como agujas en la cara, y que les otorgaba una visibilidad de dos pasos, era intermitente. Habían partido del refugio con un viento blanco "no muy fuerte" que al cruzar el canal se detuvo. "Volvía y paraba, pero después de que descansamos la segunda vez, no paró más".Faltando unos seis kilómetros para llegar a destino ­el refugio del Ejército La Cortina, a 82 kilómetros de Los Ángeles­ comenzó lo que denomina "la debacle". Con la inocencia de quien se enfrenta a algo nunca visto, Paulo pensó que el primer conscripto que vio botado en la nieve era parte de un simulacro de hipotermia. "Pensé que, a lo mejor, un instructor se había adelantado y estaba simulando. El soldado tenía su manito derecha levantada. No le tomé importancia. Más adelante vi una mochila, seguí caminando y vi a cinco, a cinco soldados muertos, morados. Estaban todos juntos, desprotegidos, con sus chaquetas, pero envueltos en nada (otros de los fallecidos estaban envueltos en el nylon que les habían hecho comprar antes de iniciar la instrucción). Como la compañía de morteros había salido cinco horas antes, nosotros íbamos viendo todo".Cree que salvó con vida porque tenía mejor estado físico y mental. Un mes y medio antes de entrar al servicio militar se preparó trotando tres kilómetros diarios en su población de calles de tierra en Los Ángeles.Hasta ese instante, los muertos pertenecían a la compañía de morteros que contaba con la ventaja de llevar zapatos para la montaña. La que salió del refugio Los Barros a las cuatro de la mañana del miércoles, cuando empezaba a caer el viento blanco, por orden del mayor Patricio Cereceda Truhán. Urrea cuenta que era el hombre que tenía el grado más alto dentro del refugio y, por tanto, el que dio la instrucción de partir a todas las compañías ­cazadores, plana mayor y logística (donde había 22 mujeres), andinos, morteros­ y también a la de ingenieros, que no le obedeció porque quien los comandaba, el capitán Patricio Covarrubias, aunque de menor grado que Cereceda, se habría negado.Todo eso es materia de una investigación en la justicia militar, de un sumario interno y de un proceso instruido por un ministro en visita, que buscan determinar las responsabilidades administrativas y criminales por la muerte de 45 soldados en el ejercicio de instrucción.Vida sin padreComo una manera de darse ánimo, Paulo le puso nombre a sus piernas. La derecha era su abuela y la izquierda, su madre. "Tenía que dar un paso por mi abuela y un paso por mi mamá. La nieve me llegaba hasta la rodilla, pero había momentos en que no era tan alta y podía caminar bien".Paulo es el único hijo de Nora, una madre soltera que en su último trabajo como empleada puertas afuera medio día ganaba 6.500 pesos mensuales en un fundo lechero de Los Ángeles. Eso fue hace 10 años, porque a raíz de una fenopatía pigmentaria, enfermedad congénita que, según ella, no tiene cura y le va deteriorando la visión hasta dejarla ciega, debió tramitar una pensión de invalidez.Recibe 38 mil pesos mensuales del Estado, los que se suman a los 73 mil que obtiene la abuelita como pensión de viudez. Ella sufre del mismo mal, "alcancé a ver a mi nieto guagüita", cuenta la mujer, que pasa los días sentada al lado de la estufa, pero que, pese a su ceguera, "pela las papas y no les deja ni un ojo", cuenta su nieto.Paulo fue reconocido por su padre, "pero al año y nueve meses lo dejó y nunca más lo ayudó", dice su madre. A los 11 años, el niño quiso conocerlo, "yo lo eché en un Tur Bus a Rancagua, porque una tía que vive allá le pagó el pasaje, y después se fueron juntos a Santiago donde el papá". Paulo estuvo tres días con él, recibió de regalo unos pantalones de colegio, "usados, quemados de cigarrillo, que le quedaban grandes" ­cuenta la madre­ y plata para el pasaje de regreso. Volvió a ver a su papá el pasado año nuevo. Esta vez, le regaló 15 mil pesos y prometió depositarle en una cuenta de ahorro. No lo cumplió.Paulo se presentó la primera semana de febrero al servicio militar y cuando fue a ver las listas ­la madre no sabe si al Registro Civil o a Impuestos Internos­ supo con alegría que había sido aceptado. "Desde los 15 años quería entrar, para ser otra persona y ayudarnos a nosotros para que fuéramos algo mejor".La casita de zinc donde viven Paulo, Nora y su abuela, a la que llama mama, la construyó un tío. En una pieza duermen los tres, cada uno en una cama. Separada por una puerta, está el living con su mesa de comedor, cuatro sillas y la infaltable estufa a leña que la abuelita se encarga de mantener encendida. El televisor de 21 pulgadas es de un primo que se los presta. El refrigerador es casi un adorno: guarda en su interior un litro de leche de vaca y una bolsa de zanahorias. El baño cuenta con un impecable WC, una ducha de agua fría sin tina y un lavatorio sin agua, porque no le han instalado grifería.Pensando en cambiar su vida, Paulo se acuarteló el 4 de abril en el Regimiento Nº 17 de Los Ángeles, tan familiar en estos últimos días para los chilenos. Recibió su tenida y, a fines de abril, su fusil, en una emotiva ceremonia en la que los padres ­en este caso, la madre­ hace entrega del arma a su hijo.El viernes 6 de mayo, Paulo abandonó el regimiento para emprender su primera campaña. A eso de las 10 de la mañana y bajo un sol radiante, se trepó al camión del Ejército que lo transportó a él y a sus compañeros hacia el refugio Los Barros.Ninguno de los cerca de 400 conscriptos de las distintas compañías había hecho antes el trayecto. Menos a pie. Los camiones demoraron dos horas en llegar a Los Barros.La gran prueba sería la bajada, a pie, con mochila y fusil. Como hombres de guerra. Como responsables de la seguridad de la Patria. El problema es que su seguridad no estaba garantizada."Ayúdame, no quiero estar aquí""El viento, el viento hacía imposible caminar. Yo cruzaba los brazos delante de la cara, empujaba el cuerpo hacia adelante para descansar y respirar aire menos helado. Pensé que no iba a poder llegar, que me iba quedar tirado arriba. Cuando empecé a ver tantas personas muertas, perdí la calma, veía la nieve amarilla, pestañeaba y pestañeaba y volvía a ver la nieve amarilla".Calcula que entre soldados de la compañía de morteros y de la suya, vio a unos 17 o 20 botados en la nieve. O que se fueron quedando.... "Yo vi a Enzo Sánchez, me pidió ayuda, por favor, ayúdame, no quiero estar aquí, quiero estar con mi mamá, tomar mate, no me dejís tirado. El Renca se sacó su mochila, se arrodilló y ahí se quedó. Él iba adelante, yo le dije sigue, huevón, si yo puedo tú puedes, vamos, camina, yo lo retaba, lo retaba, pero era imposible. Vi a Peñaileo, que pedía agua, no estaba morado, sino negro por el congelamiento. Estaba con su mochila, porque todavía no estaba dada la autorización de que la botáramos, pasé por el lado y le grité vamos, vamos y lo único que hacía era pedir agua. Y se quedó parado. Yo vi a Sobarzo, a Villanueva, que hizo 21 barras en el test físico, lo vi morir. El que más me impactó fue Carrasco, al que le decíamos Carrasquito, se tomó atribuciones, se sacó su mochila y se quedó ahí, parado, porque no podía más. Cuando empezaron a caer todos, los instructores se quedaron atrás para ayudar. Gritaban: ¡párate, párate, se puede!, les daban ánimo".Al único que Paulo pudo prestar socorro fue al conscripto de su compañía Jorge Miranda, "que iba como cinco soldados adelante mío, se quedó parado y le grité Miranda, huevón, apúrate, no quiero verte botado como los otros, lo traté de la última manera, apúrate mierda, concha de tú madre y me saqué mi fusil, le abrí la culata y lo estiré más. Y se agarró y yo tirándolo, tirándolo, él iba totalmente desorientado".Pese al esfuerzo sobrehumano todavía seguían cargando la mochila ­con el saco de dormir, carpa, útiles de aseo, ropa­ y el fusil de casi cuatro kilos. Faltando dos kilómetros para llegar al refugio abandonado de la Universidad de Concepción, que les salvó la vida, "mi suboficial Chavarría dijo boten todo, sálvese quien pueda. Si lo hubiésemos botado antes, yo sé que se hubieran salvado varios, pero la orden todavía no estaba dada. No podíamos dejar la mochila, porque ahí teníamos todos los cargos (útiles)".Al sacarse el fusil, se cayó. Aterrorizado, le pidió ayuda a un compañero, "ayúdame a pararme, no quiero quedarme aquí. Corrí hasta donde estaba mi cabo Castro, dónde estamos, le pregunté, ¿estamos perdidos?. No, me respondió, tranquilo".Tras 11 horas de caminata, a las ocho de la noche del miércoles, los soldados de la compañía andina respiraron aliviados: tenían al frente el refugio abandonado de la Universidad de Concepción. No contaba con ventanas ni puertas, "la nieve entraba por todos los lados", pero les permitió guarecerse. Con los fusiles que conservaban algunos, rompieron las paredes de madera y lograron hacer una fogata. No los dejaron dormir, porque corrían el riesgo de morir por congelamiento. Pasaron las siguientes 12 horas sentados sobres los cascos, secando la ropa en el fuego. "Conversábamos de lo que estaba pasando, que era mentira, que íbamos a despertar. Un soldado llevaba un poco de harina tostada y preparamos un pavo (harina con agua caliente que hicieron derritiendo nieve). Otro llevaba pan percán (con hongos) en el bolsillo y esa mitad de pan estaba increíble, te digo que era rico el pan percán".Agotados y hambrientos vieron amanecer y, alrededor de las nueve de la mañana del jueves 19, emprendieron nuevamente la marcha. "Fue la peor parte, porque había nevado toda la noche y caminar se hacía imposible, era desesperante, metía un pierna en la nieve, la sacaba y metía la otra"."Lo logramos, lo logramos"Nora, la madre, se enteró por su hermano Arnoldo. El miércoles por la tarde le avisó que los soldados habían sufrido un accidente arriba. "Partí al regimiento, había mucha gente, eran como las cinco y media y pregunté y me dicen 'señora, no se preocupe, los soldados están bien y son como tres no más los que sufrieron el accidente y murieron'. Yo me vine conforme".Bajo una fuerte lluvia, Nora regresó a pie a su casa. "Le conté a mi mami y la Fleri (Flérida, su sobrina) me dijo 'vaya de nuevo', partí y me volvieron a decir no se preocupe, no pasa nada. Tomé once y me acosté. Al día siguiente, cerca de las ocho de la mañana (del jueves) sonó el celular y era la nuera de mi hermana. 'Sabe, señora Nora, hay 95 perdidos en la cordillera y a lo mejor uno de ésos es Paulo'. Me vestí y me fui caminando. En el gimnasio del regimiento vi mamás llorando y pregunté por la compañía andina. Don Nelson (Figueroa, suboficial enfermero que cuidó a Paulo en la enfermería) me dijo 'Norita, no te preocupes, yo sé que a tu hijo no le ha pasado nada' ".En ese momento su hijo llegaba con los brazos "tiesos por la nieve", a La Cortina, el destino final, donde los esperaban varios suboficiales. "Me rajaron la casaca, me sacaron el jersey, los pantalones, quedé en pura ropa interior y me envolvieron en una frazada. Me dejaron al lado de una estufa. Yo sabía que estaba a salvo. Y fue una alegría, le prometí al Señor cielo, mar y tierra".Por fin, pudieron dormir. En literas, amontonados, dándose calor, tres en la cama de abajo y tres en la de arriba. Por primera vez en casi 24 horas recibieron comida: una sopa, una taza de fideos y café.El diálogo era muy básico: "lo logramos, huevón, lo logramos". En la tarde del jueves volvieron a trepar en los camiones del Ejército, los que, a toda velocidad, bajaron al regimiento en Los Ángeles."Paulo me llama al celular. 'Hola, Nora, mamá, estoy aquí en la enfermería'. Yo estaba en el gimnasio y otros papás se me tiraron encima a preguntar por sus hijos". Nora pasó media hora intentando entrar al regimiento hasta que el empujón de la gente la hizo pasar la guardia (entrada). Por fin, pudo llegar a la enfermería. "Paulo estaba allí, lo abracé, él lloraba desconsoladamente. Un señor le preguntó por su hijo y Paulo se hizo el leso, dijo que no sabía, pero después me comentó que lo había visto morir, que le había pedido ayuda. Él no podía hacer nada, venía apenas y en la desesperación podían quedarse los dos pegados (en la nieve)".Unos 10 soldados de la compañía andina, con principio de hipotermia, pies quemados por la nieve y bronquitis fueron instalados en las camas con cubrecamas azules de la enfermería. La señora del mayor Patricio Cereceda, el hombre que había dado la orden de salir con viento y nieve, estaba esperándolos. "Conversó un buen rato conmigo, estaba muy dolida por lo que había pasado, no lo podía creer. Estaba súper mal". Paulo no sabe si había otra señora de alto oficial, porque no las conoce. Tampoco a la señora de Cereceda, pero ella se identificó.Las damas de gris ­señoras de los oficiales en retiro­ también estaban ahí. Varias veces al día aparecían, en turnos de a dos, para saludarlos, darles ánimo, dejarles pasta de dientes, crema para las manos, pomada para los labios. Otro que los visitó en la enfermería fue el comandante de la compañía andina, capitán Claudio Gutiérrez Romero, considerado un héroe porque mientras sus hombres llegaban al refugio él continuaba en la montaña ayudando. Gutiérrez tiene otra opinión: "Los héroes son ellos, los muchachos que salvaron con vida", dice sin saber que somos periodistas, mirando a Paulo, quien por primera vez se emociona y con cuidado baja de la cama con su pie izquierdo en el aire y lo abraza.Paulo Urrea fue dado de alta el lunes 23 y volvió al día siguiente al regimiento. Su sueño sigue siendo entrar a la Escuela de Suboficiales. Si es aceptado, será la primera vez que viva lejos de su madre y de su abuela. "Pero después vendrá la recompensa: ayudar a mi familia".Hoy Paulo le teme a la montaña. En junio se supone que venía el período de instrucción de esquí. "Pero yo no quiero volver a subir", dice. Con todo lo vivido, cree que el Ejército ha cambiado. Para bien. "Ha cambiado, en el cariño, en el afecto. Con lo sucedido, hay más conversación, se acercan, preguntan. Así debería ser (el Ejército), porque así el soldado se siente más seguro de lo que hace".
Ximena Pérez Villamil.

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